Ramón Arias | 17 de junio de 2015
Aproximadamente 1,400 años antes de Cristo, Moisés le dijo a los hebreos antes de cruzar a la tierra prometida, que no pensaran demasiado de sí mismos, olvidando quien los conducía, que también controla la historia y el destino de las naciones:
“No sea que digas en tu corazón: ‘Mi poder y la fuerza de mi mano me han producido esta riqueza.’ Pero acuérdate del Señor tu Dios, porque Él es el que te da poder para hacer riquezas, a fin de confirmar Su pacto, el cual juró a tus padres como en este día. Pero sucederá que si alguna vez te olvidas del Señor tu Dios, y vas en pos de otros dioses, y los sirves y los adoras, yo testifico contra ustedes hoy, que ciertamente perecerán. Como las naciones que el Señor destruye delante de ustedes, así perecerán ustedes, porque no oyeron la voz del Señor su Dios” (Deuteronomio 8:17-20).
La riqueza y el poder no son el problema. Dios tiene todo eso y Él no tiene ningún problema en absoluto. El resultado de estos valiosos activos recae en la ética que se está aplicando para administrarlos. Esa es la conclusión. Y, es la diferencia entre la forma correcta e incorrecta, entre la verdad y la mentira. Pablo, al escribir su primera carta al joven Timoteo dijo:
“Puede ser que algunas personas nos contradigan, pero lo que enseñamos es la sana enseñanza de nuestro Señor Jesucristo, la cual conduce a una vida de sumisión a Dios. Cualquiera que enseñe algo diferente es arrogante y le falta entendimiento. Tal persona tiene el deseo enfermizo de cuestionar el significado de cada palabra. Esto provoca discusiones que terminan en celos, divisiones, calumnias y malas sospechas. Individuos como estos siempre causan problemas. Tienen la mente corrompida y le han dado la espalda a la verdad. Para ellos, mostrar sumisión a Dios es solo un medio para enriquecerse. Ahora bien, la verdadera sumisión a Dios es una gran riqueza en sí misma cuando uno está contento con lo que tiene. Después de todo, no trajimos nada cuando vinimos a este mundo ni tampoco podremos llevarnos nada cuando lo dejemos. Así que, si tenemos suficiente alimento y ropa, estemos contentos. Pero los que viven con la ambición de hacerse ricos caen en tentación y quedan atrapados por muchos deseos necios y dañinos que los hunden en la ruina y la destrucción. Pues el amor al dinero es la raíz de toda clase de mal; y algunas personas, en su intenso deseo por el dinero, se han desviado de la fe verdadera y se han causado muchas heridas dolorosas” (1 Timoteo 6:3-10). (Énfasis añadido)
Si meditas esto a fondo, también llegarás a la conclusión de que el dinero no es malo, pero el amor al dinero es el problema. La trampa del amor al dinero es la causa de tanta destrucción para los individuos, las familias, las comunidades, la nación y el mundo. No estaba destinado a ser de esta manera; este no es el plan de Dios.
Entonces, ¿por qué las personas con supuestas «buenas» intenciones resultan ser los que controlan gran parte del mundo y traen destrucción sobre tantos? ¿A caso la gente de Dios está condenada a estar al servicio de los poderosos de gran alcance? Jesús nos enseñó dos perspectivas para responder a estas preguntas:
En la primera respuesta Él dice: «… Porque Él hace salir Su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5:45)
El hombre no controla el universo ni las estaciones del año en el planeta Tierra. Dios es soberano y sostiene a la humanidad, tanto a las personas buenas como a las personas malas, al brindar el sol y la lluvia. La raza humana, corporativamente, está hecha a la imagen de Dios, por lo tanto, Él no discrimina y les da a todos el acceso a la productividad para trabajar la tierra. Esto es lo que la Biblia llama la gracia de Dios que brilla sobre la humanidad.
A lo largo de la historia, leemos acerca de la gracia de Dios; esta es la razón que aun los que se oponen a Sus caminos son beneficiarios de tales dones inmerecidos. Si no se arrepienten de sus malos caminos durante su tiempo designado para vivir aquí en la tierra van a enfrentar las consecuencias de su rebelión en la eternidad. Hay que tener esto en cuenta cuando somos testigos del mal que hacen aquellos que se creen dueños del mundo, “En cambio, «Si tus enemigos tienen hambre, dales de comer. Si tienen sed, dales de beber. Al hacer eso, amontonarás carbones encendidos de vergüenza sobre su cabeza»” (Romanos 12:20). “… A todo el que se le haya dado mucho, mucho se demandará de él; y al que mucho le han confiado, más le exigirán” (Lucas 12:48).
El justo y el injusto son personalmente responsables de trabajar su estado eterno de acuerdo a las condiciones de Dios. Pablo quería que los creyentes de Filipos entendieran esto recordándoles: “Así que, amados míos, tal como siempre han obedecido, no sólo en mi presencia, sino ahora mucho más en mi ausencia, ocúpense en su salvación con temor y temblor” (Filipenses 2:12).
Cuando la persona injusta se niega a trabajar su propia salvación en esta vida terrenal, le sigue la condena por toda la eternidad. Cuando el injusto depende exclusivamente de lo que él o ella piensa como la fuente de conocimiento y poder para crear riqueza, esto sólo puede conducir a la destrucción, de acuerdo con lo que leemos en Deuteronomio 18:17-20. El mismo principio ético se aplica a una sociedad injusta que piensa que puede salirse con la suya y no estar bajo la ley moral de Dios. Ellos se darán cuenta de que no solo se han hecho daño a sí mismos, sino que han causado la destrucción de futuras generaciones.
Por otro lado, el justo vive por los principios de Dios, que los distingue en su calidad de pensar y de actuar. Se han comprometido a reflejar el carácter de Dios y a traer a otros al arrepentimiento sabiendo que el resultado es de Dios.
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