La historia de Amy

¡YA NO TENGO LAS MANOS VACÍAS NI EL CORAZÓN DESTROZADO!

-Amy

Joven, confundida y asustada, tenía trece y catorce años cuando me hice mis abortos. Aquello marcó el comienzo de mis años de adolescencia, y en ambas ocasiones salí de la clínica de abortos con las manos vacías y el corazón destrozado.

Seguro, puse una cara impávida como esperaban que lo hiciera. Volví a la escuela como si me hubiera sacado un diente o eliminado una uña enterrada. Volví de lleno a practicar deporte y a hacer mis tareas. Sin embargo, a partir de ese momento ya nunca más fui la misma. Existí meramente como una concha vacía.

Los detalles de mis abortos no tienen importancia ahora. El dolor, el temor, las lágrimas… lo recuerdo todo, aunque antes estuve indiferente a todo ello. La única verdad es que yo perdí más que mis dos bebés a causa del aborto. Me perdí a mí misma. 

En lo profundo de mi corazón me dolía y gritaba, porque sabía la vedad, a pesar de ser tan joven. Yo sabía que había una vida que debía haber estado aquí y que no lo estaba. Si me presionaron para eso o no, ahora no es significativo, porque no hubo nadie que llevara en su alma aquel dolor de insatisfacción, excepto yo.

Cuando yo tenía dieciséis años sentí un fuerte deseo de reemplazar lo que había perdido y me decidí a quedar embarazada de nuevo. Rogaba que este embarazo no terminara como los otros. En un abrir y cerrar de ojos me hallé en la misma situación que me era tan familiar: la misma presión, las amenazas y las burlas. Finalmente cedí. No podía soportar más aquello, y estuve de acuerdo en terminar el embarazo, pero eso no fue lo que sucedió. 

Dios obró un milagro en mi vida antes que yo lo conociera. Él salvó a aquel niño como si dijera: «¡Ya basta!» Ahora mi hijo tiene dieciséis años y está aquí conmigo. Dios nos salvó a los dos.

La recuperación no fue nada instantánea. Sufrí de ataques de ansiedad durante años. Al principio eran leves, pero con el tiempo quedé literalmente incapacitada por ellos. Aunque tenía un marido maravilloso, cuatro hijos hermosos y era cristiana, no podía librarme de los ataques. Amaba profundamente al Señor, pero no podía entender lo que estaba sucediendo. Finalmente me di cuenta que Dios estaba levantando las capas de mi dolor. Me mantenía sujeta mientras Él exploraba las quebradas y lugares profundos donde ni yo sabía que existiera el dolor, para sacar a la superficie con ternura las heridas. Ahora me doy cuenta de que el aborto produce heridas profundas en el corazón de una mujer.

Hace seis años el Señor me llevó en mi vida a un lugar inesperado. Estaba parada ante un memorial a los niños no nacidos, en un cementerio bien arreglado, entre altos árboles y lápidas. El rocío brillaba en el césped con el sol de la mañana. El vasto prado era verde brillante y se extendía suavemente sobre las colinas hasta donde alcanzaba la vista. Caminamos de puntillas cuidadosamente por la hierba mientras salpicaduras de rocío humedecían nuestros pies. Aunque vivíamos en lugares muy alejados y éramos virtualmente desconocidas, nos ataban vínculos parecidos que nos habían llevado a aquel lugar solemne.

Las nubes oscuras presagiaban lluvia, pero eso no bastó para detener la misión de Dios a favor de la libertad.

Sin saber lo que podía esperar, estaba llena de miedo con cada paso que daba, pero me seguía arrastrando con una pequeña confianza de que Dios no dejaría que me sobrepasara. Sin embargo, mentiría si dijera que no me preguntaba si yo estaba parada al borde de un abismo inevitable.

Mi amiga, Jennifer, estaba junto a mí cuando llegamos al lugar especial y me quedé abrumada por la emoción. Las lágrimas fluyeron de mis ojos; apenas podía ver la inscripción en la lápida que estaba justo enfrente de mí.

Dios me había llevado a aquel lugar. Cuando estuve allí parada luché por decidir si salía corriendo o si entregaba finalmente a los dos bebés que había abortado. Aunque hacía tiempo que había sido perdonada, no me había liberado del todo. En lo profundo de mi corazón yo luchaba. Finalmente, después de unas pocas oraciones, canté una canción que era todo lo que tenía para dar. Mientras cantaba, las nubes se abrieron y una lluvia limpiadora cayó sobre nosotras. Era fría y persistente, pero la recibí con gusto.

Sostenía un globo rosado en mi mano izquierda por Heather Ashley, y otro azul celeste por David Evan en la derecha. Caminé hasta mi lugar solitario para soltarlos, pero no pude hacerlo. Después de lo que me pareció una eternidad, sentí que los músculos de mi mano derecha rebelde se relajaban. Traté de agarrarlo, pero estaba fuera de mi alcance.

Más y más alto se elevó hacia la distancia. Una paz inundó mi alma, pues fue entonces que comprendí que estaba bien. Dejé que el globo rosado siguiera al otro. Y se fueron, más allá del lejano verde y azul del paisaje, hasta que se perdieron del sitio. Una carga fue levantada de muy dentro de mí, cuando me di cuenta de que finalmente había liberado a mis bebés y se los había entregado a Dios.

Julio de 1999 es el aniversario de mi liberación. De continuo doy gracias a Dios por amarme tanto y le pido que no pierda la esperanza conmigo.