La historia de Cindy

El aborto atormenta el alma

por Cindy 

No soy su típica joven que se ha hecho un aborto. No era una muchacha de 17 años que había quedado embarazada porque estaba teniendo sexo por primera vez con un novio, ni una de 24 años que estuviera «cohabitando» con su novio. Yo tenía 39, estaba casada, tenía seguridad financiera y ya era madre de dos niños pequeños: un varón de 4 años y medio y una hembra de uno y medio.

¿Se siente horrorizada por esta última frase? Yo sí, cuando pienso en lo que hice. Se preguntará: ¿Cómo pudo siquiera pensar en abortar a su hijo? ¿Sabía lo que estaba haciendo? Yo misma me lo he preguntado muchas veces. ¿Tenía una buena razón? No, no la tenía. Las razones y circunstancias eran tan singulares para mí como para cada una de los cuarenta y tantos millones de mujeres y cuarenta y tantos millones de hombres que han visto al aborto como la única solución y la han aceptado. Al mirar atrás puedo ver ciertas características personales y problemas maritales, el drama psicológico y emocional de mi vida hasta el punto que me llevó por el sendero que conducía al aborto.

Pero, en fin, tuve un embarazo no planificado igual que la de 17 años y la de 24. Estaba en una crisis y en todo lo que podía pensar era en mí misma y cómo veía mi futuro; estaba asustada y abrumada y sola. Atrapada en una cultura que cree y promueve que está bien escoger la muerte para su hijo por nacer, e inmersa en mis propia carga emocional, escogí la vía más fácil para resolver mi preñez no planificada, y esa fue el aborto. 

Lo que yo pensé es que aquello iba a ser la solución de un problema y que nunca más iba a tener que vérmelas con eso. ¡Oh, cuán equivocada estaba! Desde 1989, en que me hice el aborto, hasta el año 2000, estuve en un estado de negación, negando que hubiera hecho nada inmoral ni que mis síntomas físicos de fatiga, falta de gozo y placer en mi vida pudieran provenir del pecado de matar a otro ser humano. Vivía mi vida con mi familia y me sentía hueca y vacía, sin empatía; estaba sola, triste, herida y atontada.

Y entonces las escamas cayeron de mis ojos y entendí en lo profundo de mi psiquis y mi alma lo que había hecho. Me miré directamente en el espejo del alma para ver el horror que había cometido. Caí en una profunda desesperación y angustia durante muchos meses, con pensamientos de suicidio, culpa, vergüenza y de un insoportable pesar y remordimiento. Yo era una asesina en primer grado. No podía explicarme, y los conocimientos médicos y científicos apenas podían confirmar, lo que ocurría cuando un óvulo humano y un esperma humano se unían para comenzar el proceso del desarrollo y crecimiento humano, un proceso que se inicia en la matriz y continúa hasta nuestra muerte.

Yo sabía que no había nada que pudiera devolverme a mi hijo. Pero Dios y Su Espíritu Santo tomaron el control de mi corazón, mente y alma. Fui convicta, no por los hombres, sino por el Espíritu Santo. A partir de aquella pena y mediante un largo proceso de ruptura de las murallas de dolor y heridas, muchas lágrimas, una aflicción increíble, el remordimiento y después el arrepentimiento, encontré sanación en el único que podía sanar mis pecados y perdonarme: Jesucristo. En Su inmenso amor, Dios me concedió Sus dones de gracia y misericordia a través de Su Hijo, Jesús.

Fui a la Palabra de Dios, la Biblia, escuché la radio cristiana, asistí a una iglesia y finalmente me uní a un grupo de apoyo post-aborto. Me ha tomado seis años poder escribir esto y no quedarme callada. He experimentado la milagrosa sanación de Dios en lo más profundo de mi ser y estoy muy agradecida por la verdad que Él habla. Sigo luchando con las consecuencias; hay partes de mi vida que están todavía envueltas en las tinieblas. A veces siento una profunda tristeza y remordimiento, pero sé que he sido perdonada gracias a lo que hizo Jesús en la cruz. Cada uno de nuestros caminos será distinto, pero todos ellos incluyen al Dios de este universo y a Su Hijo, Jesucristo, quien creó a cada uno de nosotros y que quiere que vivamos nuestras vidas en abundancia, sin la carga pesada de este pecado y de otros.