La historia de Felicia

Abriendo la puerta al perdón

Por Felicia

Quiero contarles acerca de una elección que hice hace mucho tiempo, una elección que me ha torturado durante 20 años. No sabía las consecuencias que esa elección iba a tener en el resto de mi vida. Hasta ahora, he estado en silencio. 

A los 17 años quedé embarazada. Pasé de ser una estudiante con honores, a apenas aprobar cuando cumplí 18 años. Estaba aterrorizada y avergonzada. Yo era la “chica buena” que asistía a la iglesia y no se metía en problemas.

Cuando vi por primera vez los resultados de mi prueba de embarazo, recuerdo que sonreí. Mi primera reacción fue de felicidad. Pocos minutos después, el temor me embargaba. No quería defraudar a mi abuela y no quería ser como mi madre que me dio a luz cuando tenía 17 años.

Nunca olvidaré el momento en el que abrí la nevera del mercado para tomar un litro de leche. Pensaba que tenía que cuidar de mí y mantenerme saludable por el bebé que crecía en mi interior. Daría cualquier cosa si pudiera regresar a ese instante cuando en todo lo que pensaba era en mi bienestar y en el de mi bebé. 

Mi novio y yo decidimos que un aborto era la mejor opción porque ninguno de los dos estaba listo para cuidar a un niño. Yo sabía que estaba mal, pero tomé la decisión de todos modos. Si sencillamente le hubiera contado a mi abuela, ella hubiera entendido y yo tendría a mi hijo hoy conmigo.

El trayecto hacia la clínica ese día fue largo y caluroso. Nos tomó dos horas llegar y yo me sentía muy enferma. Cuando finalmente llegamos, la señora de la recepción notó que yo no estaba bien y me ofreció unas galletas de soda y un Sprite. ¡Fue muy amable! No creí que alguien tan agradable me dejara hacer algo tan terrible. Ella tomó mis doscientos cincuenta dólares mientras yo deseaba que me dijera que no tenía que someterme a un aborto si no lo deseaba, pero nunca lo hizo.

Me hicieron una prueba de embarazo y me enviaron a una habitación con un grupo de chicas jóvenes. Nuestra «consejería» consistió en información sobre métodos anticonceptivos y en cómo descansar después de lo que ellos llamaban una «interrupción de embarazo». No me hicieron ultrasonido y no me explicaron acerca del desarrollo fetal. Ellos nunca me dijeron que mi hijo tenía un corazón que latía, dedos en las manos y en los pies. Ni siquiera me explicaron el procedimiento.

Pregunté si dolería y me dijeron que no, que nada más fuerte que un dolor de ovarios. ¡Fue una mentira! Me llevaron a otra habitación y me subieron en una mesa. La enfermera tomó mi mano y me dijo que apretara. Nunca olvidaré el sonido de la succión y la agonía de lo que me estaba sucediendo. ¡Yo sólo me quedé tumbada ahí y lloré! Mi mente me gritaba que parara, pero era demasiado tarde. Supe en cuanto se terminó lo que había hecho. ¡Ese fue el peor momento de mi vida! Fue el comienzo de muchos años de culpa, vergüenza, depresión y luto. 

El viaje de regreso fue terrible. El dolor por los calambres y el sangramiento era nada en comparación con la manera en la que me sentía por dentro. ¿Cómo iba a enfrentarme a esto? Mi cuerpo acababa de someterse a un procedimiento muy poco natural. Mi cuerpo que había sido diseñado para nutrir la vida había sido abierto y la vida en su interior había sido arrancada. Una vez en casa, no pude dormir ni comer durante días. La primera vez que salí, vi a una mujer empujando un coche y me sentí enferma. Quería pararme delante de un carro. ¡Quería a mi bebé de regreso! ¡Quería manejar de regreso a la clínica y decirles que había cambiado de parecer! Quería que ellos me ayudaran con mi dolor, que lo hicieran desaparecer. Quería volver atrás en el tiempo y tomar otra decisión. Sin embargo, ellos no podían ayudarme. Ellos habían hecho su trabajo, que era para lo que yo les había pagado. Yo les había pagado para que destruyeran dos vidas… la de mi bebé y la mía. Fui dejada para lidiar con mi decisión.

Empecé a fantasear con ir a la estación de policía y decirles que había cometido asesinato. Imaginaba que ellos me metían en la cárcel y me sentenciaban a muerte. Merecía la muerte; quería morirme. Sin embargo, sabía que la policía no haría nada porque lo que había hecho era legal. Por tanto, me lo tragué todo y no se lo conté a nadie. Mantuve el silencio por 20 años.

Nunca he olvidado a mi bebé y nunca he olvidado la experiencia. El consuelo que tengo ahora viene de conocer que Dios es perdón, y de saber que veré a mi hijo en el Cielo. Fue necesario un amoroso evangelista que me mostrara que podía ser perdonada y sanada. Nunca había escuchado a alguien hablar en esos términos sobre el aborto. Ella habló sobre el amor y el perdón, y la liberación del pecado y la culpa del aborto. Sentí una ola de perdón limpiándome. Dios me había perdonado, pero yo no me había perdonado a mí misma. Me autocastigaba continuamente. 

Hoy finalmente estoy en paz, pero nunca olvidaré lo que hice. Durante años me pregunté si mi hijo era un varón o una hembra. En mi corazón no quería saberlo porque eso hacía que mi bebé fuera más real. Comencé a orar a Dios para que me revelara el sexo de mi hijo y para que me dijera si debía ponerle nombre de varón o de hembra, a la vez que le pedía un nombre. Después de orar, tuve un sueño de que mi hijo era varón y lo llamaba Daniel. Dios se llevó a Daniel y un día podré abrazarlo.

Mi aborto no fue bueno para mí. Fue algo que hice basada en el egoísmo y la conveniencia. Una de cada cuatro mujeres que se han realizado abortos no dice nada al respecto. Usted no oye sobre su experiencia y cómo ésta destruyó sus vidas. Algunos dicen que existen el estrés y la depresión a causa del aborto. Dicen que seguro ya teníamos algún problema antes de matar a nuestros hijos. Mi experiencia me dice lo contrario. Escoger el aborto puede ser devastador y quiero asegurarme que esas que se han realizado abortos y las que piensan realizarse uno, sepan que existe ayuda y esperanza para aquellas que escojan la vida para ellos y sus bebés. ¡Es por eso que ya no guardo más silencio!