Comencé a darme cuenta de que tenía una historia que contar cuando estaba asistiendo a una escuela secundaria pública en Lake Forest, Minnesota. Con frecuencia el tema aborto surgía entre mis amigos y en otras ocasiones era lanzado por profesores con mentalidad pro-aborto. Yo siempre sentía un poco de temor cuando decían «No me gusta el aborto, creo que es un error…, excepto en casos de violación e incesto» o «en realidad tenemos que mantener el aborto legal para los casos de violación e incesto».
Mi madre había comenzado lentamente a revelarme las circunstancias de mi concepción durante años y para cuando tenía 13 años de edad, había entendido y había llegado a enfrentarme con el hecho que mi padre era, en esencia, un violador. A pesar de que él tenía 18 años en el momento de mi concepción, igual que mi madre, y muy probablemente había actuado como respuesta a un reto de sus amigos, había violado a mi madre en contra de su voluntad.
Cuando mi mamá se enteró que estaba embarazada de mí, el único consejo que le dieron fue que descartara el «resultado de la concepción». Ella explica, mejor que nadie, cómo nunca se le ofreció apoyo para tenerme, aunque eso era lo que su corazón le decía. De más está decir que estoy eternamente agradecida que ella haya escuchado esa pequeña voz en su corazón que le dijo que la vida que le crecía dentro tenía un propósito y no merecía la muerte.
Cada vez que el tema surgía, mientras estuve en la secundaria y en la preparatoria, yo por lo general trataba primero de apelar a la razón diciendo: «Ahora bien, ¿por qué no te gusta el aborto? ¿Qué hay de malo en ello?». Cuando iban a contestar «Porque es una vida» algunos reconocían de inmediato la doble moral y cedían. La mayor parte del tiempo, sin embargo, incluso cuando se enfrentaban a lo evidente, continuaban insistiendo con argumentos emocionales: «Usted simplemente no puede hacer que una mujer continúe con un embarazo de ese tipo». Aunque se trata de un escenario injusto y desgarrador a considerar, debe ser enfrentado, y por eso les contaba nuestra historia. Sólo una vez en la escuela secundaria una persona que oyó mi historia se apartó con una expresión fría. Todas las demás personas que fueron enfrentadas con «una cara» permitieron que sus corazones se derritieran ante la realidad del caso: ¡Dios tiene un plan para todo el mundo!
Mientras mi cumpleaños 27 se acerca, continúo descubriendo el magnífico plan de Dios, no sólo para mi vida, si no para cada vida que Él llama a la existencia. Es fundamental que todos los ciudadanos se den cuenta de que la dignidad de una persona no reside en si es o no deseada, como a los legisladores y a los vendedores ambulantes del aborto les gustaría que creyeran. La dignidad de una persona se basa en la realidad de que las personas son creadas a imagen y semejanza de Dios. Las circunstancias de mi concepción, la suya, o la de cualquiera, no determinan la calidad de vida.
Los jóvenes alrededor del país y el mundo están comenzando a reconocer los dobles estándares de la retórica del aborto y que todas las promesas de la tan llamada «revolución sexual» resultan estar vacías. Los jóvenes están renovando el movimiento pro-vida con una determinación sin igual para anunciar una nueva «cultura de la vida». Por la gracia de Dios, mi madre y yo nos salvamos de la agonía directa y de por vida que el aborto produce. Por otra parte, si tenemos en cuenta la espantosa estadística de Planned Parenthood [Planificación de la Familia] que el 40% de todas las mujeres en los EE.UU. se habrá realizado un aborto a la edad de 40 años (madres, hijas, tías, abuelas, nietas, primas, esposas), cada ciudadano estadounidense ha sido tocado por el dolor del aborto, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente. Por lo tanto, ¡cada uno de nosotros tiene la obligación de ponerse en pie! Estoy muy contenta de ser parte de la generación que dará vuelta a la tendencia cultural para que las generaciones futuras se salven de este sufrimiento injusto.
Jenni Speltz Directora de Campus Outreach Human Life Alliance