La historia de Lisa, Louisiana

La bebita Natalie

Mi aborto tuvo lugar en la primavera de 1996. Nunca lo olvidaré; fue alrededor de Semana Santa, justo antes que yo finalizara mi primer año de preparatoria. Yo había estado saliendo con un hombre que era 3 años mayor que yo. No podía creer que alguien que me llevara tantos años me tomara tan en serio como para salir conmigo. Veía fuegos artificiales delante de mis ojos, y hubiera dado mi vida si él me lo hubiera pedido.

Dormimos juntos por primera vez al poco tiempo de conocernos. Otro individuo ya había tomado mi virginidad, pero no me daba cuenta de que podía dejar de tener sexo en cualquier momento en que lo deseara. Pensaba que era normal que yo tuviera sexo con la persona con la que estaba saliendo en ese momento y me preocupaba lo que pudieran decir otras personas si yo de repente dejaba de hacerlo. Después de todo, se suponía que yo era dura: ¿No me iba a parecer a una niñita asustada si me detenía ahora?

Luego de un par de meses lo que él sentía por mí se fue enfriando. Yo procedía de un hogar deshecho y me había prometido que iba a hacer funcionar cualquier relación que viniera a mi vida; quedé destruida por su rechazo. Sin vergüenza alguna lloré y le pedí que regresara, y por un tiempo lo hizo. Pero las cosas nunca volvieron a ser iguales. Siempre me sentí en peligro de perder su amor, siempre sentí que tenía que esforzarme al máximo para ser más bonita que las otras muchachas o de lo contrario él hallaría a otra que le gustara más. Me puse anoréxica para mantenerme lo suficientemente delgada y dormía un total de 4-5 horas por noche. La mayor parte de las noches me las pasaba pensando por qué no había llamado o dónde estaría o quién estaría con él. Las veces que llamaba, lo hacía a las 3 de la mañana, pero yo saltaba de la cama a contestar para que no se despertara mi papá. Yo vivía y respiraba por este individuo.

Para el momento en que salí embarazada habíamos estado saliendo de manera intermitente durante 9 meses. Yo quería salir embarazada porque su ex novia seguía dándole vueltas, diciendo que ella había tenido un bebé suyo y él estaba pensando volver con ella. Yo creía que, si tenía un bebé de él, se quedaría conmigo y quizá me iba a empezar a tratar mejor y nos podríamos quedar juntos para siempre. Pero como se pensaba que mi madre no podía tener hijos, creía que a lo mejor el problema radicaba en la familia y no pensé que realmente yo pudiera quedar embarazada.

Cuando me di cuenta de que estaba encinta, el bebé tenía 8 semanas. Estaba muerta de miedo, porque mi papá me había dicho que, si alguna vez sucedía algo así, me iba a botar de la casa y me iba a desheredar. Pensaba que mi novio nos iba a proteger, a mí y al bebé, pero eso no sucedió. Él se lo dijo a sus padres, quienes entonces quisieron hablar conmigo para ver lo que íbamos a hacer.

Como yo sabía tan poco de la persona que se estaba desarrollando dentro de mí, su mamá me convenció de que era sólo una burbuja de tejido que en nada se parecía a un ser humano, y que tenían que conseguirme un aborto antes que creciera demasiado y no se pudiera abortar. Me dijo que su hijo tenía toda una vida por delante y que yo era capaz de entender que él no podía estar amarrado conmigo y con un bebé a tan temprana edad. Y, de todas formas, si yo daba a luz, decía ella, yo era demasiado joven para ser una buena madre y me quitarían la custodia de mi hijo, de modo que no lo volvería a ver jamás. Se ofreció a dar algún dinero para el aborto, pero con el tiempo yo tendría que devolverlo.

Entré en pánico. Nunca me había pasado por la mente la idea de matar a mi hijo. Ni por un segundo. Sólo tenía 14 años en ese momento, pero incluso a esa edad yo sabía que eso era muy malo. Ya había caído lo más bajo posible, y si mi bebé tenía que morir, yo iba a morir también. Me puse a pensar en la manera menos dolorosa posible: ¿Ahorcarme? ¿Encender el carro de Papá y dejarlo andando en el garaje? No sabía cómo hacer un nudo, ni arrancar un carro, ni nadie de los que yo conocía tenía ningún arma. Traté de cortarme las venas, pero no parecía haber nada lo suficientemente afilado, y me dolió mucho. Me sentía como un pequeño y débil fracaso. ¡Ni siquiera podía matarme!

Fui a ver a la enfermera de la escuela y le pregunté si era legal que ella les contara a mis padres en caso de que yo le confiara algo realmente malo. Después que se imaginó que yo estaba en estado admitió que, según las leyes de nuestro Estado ella no tenía la obligación de decírselo a mis padres. Intentó persuadirme de que se lo dijera a Papá, pero las palabras de él sonaban fuertes y claras en mi trastienda mental. Aquello tenía que ser un secreto. Ella llamó a la clínica de abortos e hizo una cita para mí. Arreglamos para que mi novio me recogiera después de mi primer turno de clases.

La mañana de mi aborto yo lloré en silencio en la ducha. Me golpeaba el vientre con el dedo y le decía a mi bebé que era un parásito, tratando de distanciarme de lo que estaba a punto de hacer. Aquellas palabras no expresaban mis verdaderos sentimientos, pero yo sabía que si iba a hacer aquello tenía que hacer todo lo posible por evitar que en mi mente viera una pequeña carita que nunca iba a nacer.

No recuerdo cuando salí de la clase de gimnasia para la oficina de la enfermera, ni para el carro de mi novio. Sólo el largo trayecto hasta la clínica con mi asiento reclinado al máximo, para no marearme y  que nadie me reconociera al salir de la escuela. No hablamos durante todo el recorrido, y yo sabía que aquello era el fin de nuestra relación, y esta vez, definitivamente.

Era un antiguo edificio de escuela, lo que me pareció enfermizamente irónico, y nos fuimos de pasada una vez. No había manifestantes que me gritaran ni turbas tratando de hacer barricadas delante de la puerta. Apenas una voz solitaria en la acera, ahogada por mis sollozos y los gritos de mi novio. Pasamos por el detector de metales y subimos las escaleras hacia la sala de espera. Estuvimos allí sentados durante horas, apretados dentro de una sala con unas 30 mujeres más, todas esperando su turno. Una mujer estaba sentada junto a mí y le contaba en alta voz a su amiga de que ya tenía un hijo y era suficiente. Me entristeció ver lo insensibles que eran aquellas gentes, tanto trabajadores como pacientes. Tenía muchas ganas de que algunos cristianos «locos, lunáticos» asaltaran las puertas y me rescataran, pero no fueron.

Entré para mi prueba preliminar de embarazo y me confirmaron que estaba encinta, pero la enfermera me dijo cosas que años después supe que eran todas mentiras, para que siguiera adelante con mi decisión: que podía ser un embarazo ectópico (que son extremadamente raros) o cómo, por ser yo tan joven, podía morir al dar a luz. 

Cuando al fin me llamaron por mi nombre, con un nudo en la garganta, firmé y entré al cuarto donde hacían los abortos por succión. Pensaba que el médico sería una persona buena y se apiadaría de mí. Ni siquiera me miró a la cara y se irritó cuando yo me resistí. Le pregunté si me iba a doler y me dijo: «¡Te va a doler mucho más si pasas por el parto!». Desalentada, al final cedí. ¿Qué opción tenía? Mi novio me había llevado allí y no iba a dejar que me fuera hasta que terminara el procedimiento. No podía irme a casa y decírselo a mi papá, y en unos pocos meses se iba a hacer tremendamente obvio lo que estaba pasando. La vida de mi bebé terminó aquel día nublado de abril.

Me llevaron a casa en silencio y me dejaron sola allí. Traté de ver la televisión, pero los programas del día están llenos de imágenes de niños y bebés, así que tuve que apagarla. Todo lo que deseaba hacer era dormir. No podía estar en mi cuarto porque ya yo había planificado dónde iba a estar la cuna de mi bebé. No podía darme una ducha porque veía a mi bebé jugando en la bañadera. Quería desaparecer, no seguir existiendo.

Más tarde, en mi clase de salud de primer año, descubrí que mi bebé se había desarrollado hasta el punto de parecer una persona, con brazos, piernas y cabeza, y que podía sentir el dolor. Eso me atormentará por el resto de mi vida. El nombre de mi bebé es Natalie y hubiera nacido en noviembre. Ahora tendría casi 8 años e iría al tercer grado. A veces me pregunto si hubiera sido rubia como yo; si le hubiera gustado dibujar y pintar. Yo cambiaría todos los éxitos y metas vencidas de mi vida por tenerla de regreso. En esta tierra nunca la podré cargar, darle un beso al acostarla, ni decirle que lo siento, que quisiera haber tenido el coraje de resistir por la bebé Natti. 

Por medio de mi tragedia Jesús me tocó el corazón y vino a mi vida como mi Señor y Salvador. Ahora asumo toda responsabilidad por la muerte de mi hija y por la negatividad que me llevó a aquella decisión trágica. Sé que:

–   Nunca debí haber tenido sexo hasta estar casada y pude haberme detenido en cualquier momento en que lo hubiera querido; los de mi edad sienten menos respeto por alguien que se acuesta por ahí que por alguien que deja de hacerlo.

–   El sexo y los novios no debían haber sido mi válvula de escape por el divorcio de mis padres: eso sólo produjo más destrucción en mi vida.

–   Ningún hombre se merece todo el esfuerzo que hice para conservar a alguien que claramente no me amaba.

–   El niño que se desarrollaba dentro de mí no era simplemente una bola de tejido; se parecía a una persona desde una etapa muy temprana.

–   Nadie me hubiera quitado a mi hija por ser yo muy joven; eso era una mentira.

–   Mi papá sólo estaba tratando de asustarme para que no hiciera nada estúpido cuando me dijo que me iba a desheredar; él lloró cuando se enteró de mi aborto.

–   Me alegro de no haber terminado con mi vida, porque ahora puedo experimentar la bondad de la gracia de Dios. Me ha dado otra oportunidad en la vida después de todo ese desastre que hice. Y ¿querrán creerlo? El resto de mi familia ahora lo sabe, y ¡es como si nada de eso hubiera ocurrido! Le doy todo el crédito a Dios por eso.

También sé que Él me perdona por lo que hice. Cuando le pedí Su perdón, me dio un borrón y cuenta nueva. Ya no se acuerda de mi pecado. ¡¡¡Por eso le estaré agradecida eternamente!!! Sé que, cuando muera, Dios me dará la bienvenida en el Cielo y junto a Él estará mi pequeña Natalie.

Ahora estoy casada con un hombre maravilloso que me ama y se ocupa de mí. Hablamos de comenzar una familia pronto, y le doy gracias a mi Padre celestial por sanar mi corazón para que yo pueda hacer eso y no sentirme avergonzada. Natalie siempre será mi primera hija, nada lo cambiará, pero por medio de la sanación del Señor puedo seguir adelante con mi vida y no continuar en culpa y desesperación. Soy «¡verdaderamente libre!»

Puede que yo no tenga todas las respuestas, pero quiero alentarlas a tomar una decisión con la que puedan vivir. El aborto no es su única salida.