Lauren Enríquez | 18 de agosto de 2013
A los Estados Unidos les encanta Mad Men. Su trama se remonta en la historia, hasta antes de los teléfonos celulares y las pantallas de computadoras, a una época en que trabajar en una agencia publicitaria significaba sacar el máximo de los portafolios llenos de papeles, pancartas y carpetas. Las intrigas están a toda velocidad cuando hombres vestidos de traje (y unas pocas mujeres) violan todas las reglas en aras de tener una oportunidad de ganarse al próximo cliente que sea un buen partido. Pero, al contrario de otros programas similares que muestran los años sesenta como «los buenos viejos tiempos», éste no escatima nada para mostrar la humanidad y la realidad -a veces, terrible- del estilo de vida de los Mad Men.
Añada a eso los eventos transformadores alrededor de la integración racial, un auge del movimiento por los derechos de las mujeres y, por supuesto, la revolución sexual, y ya con eso tendrá tramas estresantes. El alcohol es el sostén de la vida, desde la mañana hasta la noche; la infidelidad ha logrado colarse hasta las oficinas más apartadas, y los matrimonios se disuelven casi tan rápido como se arreglan otros nuevos. Mad Men puede haber influido en su audiencia con el atractivo irresistible de la nostalgia, pero su cruda descripción del pasado no deja espacio para lentes color de rosa.
Como debe hacer toda descripción fiel de la revolución sexual, Mad Men toca temas de la vida, incluyendo el del aborto. El tema aparece por primera vez en la temporada 2, cuando la esposa del protagonista Don Draper, Betty, se halla inesperadamente embarazada y nada feliz al respecto. En medio de un matrimonio tormentoso, y preocupada por las exigencias constantes de mantenerse a la par de los Jones, ella le confiesa a sus amigas de la tienda de productos de belleza que no es un buen momento para tener otro bebé. Considera el aborto como una opción y el asunto es tratado discretamente con una confidente, pero al final Betty tiene el niño.
Después que nace, el bebé, al parecer, pasa más tiempo con la enfermera que con la madre (igual que los demás hijos de los Draper) lo que le permite a Betty continuar con su vida anterior, relativamente despreocupada, con la excepción de algunas lactancias nocturnas, en las que Don parece que no está nada interesado en ayudar.
Después, en la temporada 4, Joan (Christina Hendricks), la voluptuosa manager de la oficina en la agencia, está en una consulta ginecológica, y menciona que está preocupada por su futura fertilidad y posibilidades de concebir (cuando esté lista). Ella está preocupada porque, gracias al estilo de vida promiscua que permite la creciente popularidad del control artificial de la natalidad, se ha hecho dos abortos en el pasado (los que ella menciona, pero el creador del programa ha sido citado diciendo: «Sabemos que ella ha tenido una buena cantidad [de abortos]», así que no está claro cuántos son exactamente).
La cadena de abortos anteriores de Joan, que le ha permitido llevar una vida promiscua sin comprometer su carrera, nos habla de la realidad que llegó de la mano con la «liberación de la mujer» incluida en la revolución sexual. Unos pocos episodios más tarde, Joan se halla embarazada después de un devaneo con su antiguo enamorado, Roger. Como este niño no es engendrado por su marido, Joan considera de nuevo hacerse un aborto. Sin embargo, ella prefiere tener el niño y esperar que su marido no se dé cuenta de que él estaba en Vietnam cuando el niño fue concebido. El hecho de no abortar no es tanto una declaración de política (parece estar motivado por la edad de ella y por el hecho de que ahora está casada) sino que es un giro de la trama en este caso. En las palabras de Eleanor Barkhorn, de The Atlantic: «Los bebés producen narrativas, pero los abortos las concluyen.» Nada más cierto, y el bebé de Joan conduce a toda una plétora de nuevos giros de la trama.
Las historias de abortos de Mad Men al parecer no están motivadas por un deseo de los creadores del programa de asumir una posición u otra, sino que tratan los problemas generales que siguieron a la revolución sexual y la popularidad de la contracepción artificial, uno tras otro: la infidelidad, las preñeces de crisis, los abortos y las relaciones descompuestas. Lo que motiva las conversaciones sobre el aborto nunca son unos momentos de despreocupación, libres de remordimientos; más que la promesa de liberar a la mujer que hizo la revolución sexual, el estilo de vida promiscuo que algunas mujeres de los años sesenta practicaron (y que muchas desde entonces han asumido) parece haber sido un desengaño en el departamento de la liberación.
En vez de mujeres despreocupadas, uno encuentra hombres (como Roger Sterling, el padre del bebé de Joan) que ofrecen dinero para obtener un aborto como «arreglo rápido» para seguir con su vida sin complicaciones. Quizás la revolución sexual y el aborto fueron liberadores, pero Mad Men deja una cosa bien clara al final de la jornada: fueron los hombres carentes de afecto los que fueron liberados, no los niños, y ciertamente no las mujeres.