El despertar

(Nota: A mi prometida, sus padres la obligaron a hacerse un aborto, y esto fue lo que escribí aquel día horrible en que la esperé a que saliera de la clínica de abortos. Espero que le conmueva y se dé cuenta de que el mundo no se termina ahí: es una lucha, y tiene que esforzarse para seguir adelante, pero lo logrará. A eso yo lo llamo el despertar, y es que es justamente un despertar para que todos vean y se den cuenta que la vida es dura.)

Llega un momento en la vida en que por fin te cae el veinte… Cuando, en medio de todos tus temores y locuras, te detienes en seco y, en algún lugar, la voz dentro de tu cabeza clama: ¡BASTA! Basta de luchar y llorar o esforzarte por mantenerte. Y, como un niño que se calma después de un berrinche, tus sollozos comienzan a desaparecer, te estremeces una o dos veces, te secas las lágrimas y, a través de una cortina de pestañas húmedas, empiezas a mirar al mundo con ojos nuevos.

Este es tu despertar. Te das cuenta de que es hora de dejar de esperar y aguardar a que algo cambie, o que la felicidad, la seguridad y la protección vengan a galope desde el horizonte siguiente. Te resignas al hecho de que yo no soy el Príncipe Azul ni tu eres Cenicienta, y que en el mundo real no siempre hay finales felices de cuentos de hadas (ni principios felices, dicho sea de paso) y que cualquier garantía de «Y vivieron felices para siempre» debe empezar por ti. 

Te despiertas al hecho de que no eres perfecta y que no a todo el mundo va a gustarle, apreciar ni aprobar quién o qué eres… y no hay ningún problema con eso. (Ellos tienen derecho a sus propios puntos de vista y opiniones.)  Y aprende la importancia de amarse y defenderse y, por el camino, una sensación de confianza recién encontrada surgirá de tu auto-aprobación.

Deja de echarle la culpa a otras personas por las cosas que te hicieron (o no te hicieron) y aprende que la única cosa con la que puedes contar realmente es con lo inesperado. Aprende que la gente no siempre dice lo que quiere decir, ni quiere decir lo que dice; que no todo el mundo estará siempre disponible para ayudarte, y que no siempre eres el centro. Por tanto, aprende a defender tus posiciones y a cuidarte a ti misma y, de paso, un sentimiento de seguridad y protección surgirá de tu auto-confianza.

Cesa de juzgar y de acusar, y empieza a aceptar al agente tal como es, y a pasar por alto sus defectos y fragilidades humanas, y por el camino, una sensación de paz y contentamiento nacerá del perdón.

Te das cuenta de que una buena parte de la opinión que tienes de ti mismo y del mundo circundante es el resultado de todos los mensajes y opiniones que se han engranado en tu cabeza torpe. Y empiezas a filtrar toda la basura que te han suministrado de cómo debes comportarte, cómo debes lucir y cuánto debes pesar; qué debes ponerte, dónde debes comprar y qué debes manejar; cómo y dónde debes vivir y qué debes hacer para ganarte la vida; con quién debes casarte y qué debes esperar del matrimonio; la importancia de tener y criar hijos o qué le debes a tus padres.

Aprende a abrirte a nuevos mundos y diferentes puntos de vista. Y comienza a reevaluar y a redefinir quién eres y qué valores defiendes. Aprende la diferencia entre desear y necesitar, y comienza a descartar las doctrinas y valores que te quedan estrechos o que nunca debiste haber creído, para empezar, y por el camino aprende a seguir tus instintos. 

Aprendes que cuando damos es cuando realmente recibimos. Que hay poder y gloria en crear y contribuir y dejas de maniobrar por la vida como un mero «consumidor», que busca su próxima captura. Aprende que los principios de honestidad e integridad no son los ideales pasados de moda de una era antigua, sino la argamasa que aglutina el fundamento sobre el cual debes construir tu vida.

Aprendes que no lo sabes todo; no es asunto tuyo salvar al mundo, ni puedes enseñarle a cantar a un cerdo. Aprendes a distinguir entre la culpa y la responsabilidad y la importancia de establecer límites y aprender a decir «No». Aprendes que la única cruz que hay que llevar es la que escoges llevar y que los mártires son quemados en una estaca.

Después aprendes el amor. El amor romántico y el amor familiar. Cómo amar, cuánto dar en el amor, cuándo dejar de dar y cuándo alejarse. Aprendes a no proyectar tus necesidades ni tus sentimientos en una relación. Aprendes que no serás más hermosa, ni más inteligente, ni más amable ni importante a causa del hombre que llevas del brazo ni del hijo que lleve tu nombre. Aprendes a contemplar las relaciones como ellas son realmente, y no como quisieras que fueran.

Dejas de tratar de controlar a las personas, las situaciones y los resultados. Aprendes que, igual que las personas crecen y cambian, así pasa con el amor. Aprendes que no tienes derecho a exigir amor bajo tus condiciones…. sólo para que te hagan feliz. Y aprendes que la soledad no es estar solo…. Y te miras en el espejo y te resignas al hecho de que nunca vas a usar una talla 5 ni un 10 perfecto, y dejas de tratar de competir con la imagen que tienes dentro de tu mente, y de sufrir por la manera en que estás «comparándote con otros». 

Además dejas de esforzarte tanto en dejar a un lado tus sentimientos, de arreglar las cosas y de ignorar tus necesidades: Aprendes que la sensación de tener derecho está perfectamente bien… y que tienes derecho a desear cosas y pedir las cosas que quieres. Y que a veces es necesario hacer exigencias. Llegas a darte cuenta de que mereces que se te trate con amor, bondad, sensibilidad y respeto, y no te conformas con menos. Además, sólo permites que te toquen las manos de un amante que te aprecie y glorifique con su toque… y, de paso, interiorizas el significado del respeto a ti misma.

Aprendes que tu cuerpo realmente es tu templo. Y comienzas a cuidarlo y a tratarlo con respeto. Comienzas a comer una dieta balanceada, bebes más agua, tomas más tiempo para ejercicios. Aprendes que la fatiga menoscaba el espíritu y puede crear duda y temor, así que se tomas más tiempo para descansar. E igual que el alimento nutre el cuerpo, la risa nutre nuestra alma, por tanto tomas más tiempo para reír y jugar. Aprendes que, mayormente, uno obtiene en la vida lo que cree merecer… y que una buena parte de la vida es en verdad una profecía inversa.

Aprendes que todo lo que vale la pena alcanzar vale la pena que uno se esfuerce por ello, y que desear que algo suceda es diferente a obrar para que suceda. Lo más importante: aprendes que para alcanzar el éxito necesitas dirección, disciplina y perseverancia. También aprendes que nadie puede arreglárselas solo y que es bueno arriesgarse a pedir ayuda. Aprendes que la única cosa a la que debes verdaderamente temer es al gran caballero ladrón de todos los tiempos, el propio MIEDO. Aprendes a pisar firme hasta salir de tus temores, porque sabes que cualquier cosa que suceda la podrás resolver, y que ceder al miedo es renunciar a vivir la vida bajo tus condiciones. Y aprendes a luchar por tu vida y a no desperdiciarla viviendo bajo una nube de ruina inminente.

Aprendes que la vida no siempre es justa; uno no siempre obtiene lo que cree que merece y que, a veces, las cosas malas suceden a personas confiadas y buenas. En esas ocasiones, aprendes a no personalizar las cosas. Aprendes que Dios no te está castigando ni deja de responder a tus oraciones. Es simplemente la vida que ocurre. Y aprendes a habértelas con el mal en su estado más primitivo: el ego. Aprendes que los sentimientos negativos como la ira, la envidia y el resentimiento deben ser comprendidos y redirigidos o asfixiarán la vida que hay en ti y envenenarán el universo que te rodea. Aprendes a reconocer cuando estás equivocadas y a tender puentes en vez que levantar murallas.

Aprendes a ser agradecida y a deleitarte en las muchas cosas que damos por sentadas, cosas en las que millones de personas en la tierra sólo pueden soñar: un refrigerador lleno, agua corriente limpia, una cama suave y tibia, una ducha larga y caliente. Lentamente comienzas a asumir la responsabilidad por ti misma y te haces la promesa de nunca traicionarte ni nunca conformarte con menos de lo que desea tu corazón. Y cuelgas un sonajero en tu corazón y, con Dios a tu lado, te paras firme, respiras fuerte y comienzas a diseñar la vida que tú quieres vivir de la mejor manera posible.