Parte Uno
Nunca sabré en esta vida si mi bebé era un varón o una hembra. Mi ex novia, la madre de mi hijo, la mujer que yo amaba y todavía amo, sólo me dijo unas semanas más tarde que había estado embarazada y se había hecho un aborto.
Me lo dijo cuando salíamos de un bar. Íbamos por una calle populosa, pero recosté mi cabeza a un edificio y comencé a llorar; la primera vez que lloraba en público desde que tenía doce años.
Lo que sucedió a continuación lo encuentro casi imposible de relatar o explicar. Subimos a mi carro y cuando la miré, sentí el más profundo sentimiento de ternura, protección y amor que yo haya jamás sentido hacia ella o hacia otra persona; jamás. Era como si mi mente tuviera que enfrentarse con dos hechos colosales a la vez y sólo tuviera hacerlo uno por uno. El primero era que esta mujer a quien yo amaba estaba embarazada de nuestro hijo. A pesar de que no estábamos casados, me sentía satisfecho y feliz, y me quedé por un momento suspendido sobre un abismo, sintiendo el alborozo que un hombre casado normal debe sentir ante tan tremenda noticia.
Después miré hacia abajo. El niño había estado allí y después no estaba; fue creado y muerto con el mismo suspiro, como lo fue mi sensación de alborozo. No sé si fue entonces o más tarde que me vino a la mente esta expresión de la Escritura: «El Señor matará con el espíritu de su boca». Y Dios sopló vida en Adán.
Yo estaba muy enamorado de esta mujer, como lo estaba ella de mí. Ella sabía que yo era inalterablemente opuesto al aborto y que yo hubiera ido decididamente rumbo al matrimonio si ella me hubiera presentado el hecho del embarazo. Hubiera habido dinero suficiente, pero ambos hubiéramos tenido que luchar con el desfavor a los ojos de nuestras familias y amigos. Su carrera, según ella pensaba, hubiera quedado demolida.
Sé que no soy inocente de la concepción impensada y criminalmente descuidada de ese niño. Eso siempre me obsesionará, como lo hará el profundo sentimiento de ser impotente para protegerlo. Durante varios meses, después que me enteré, tuve una fuerte sensación de que mi hijo existía, de que estaba en algún lugar «allá afuera», y que no había forma de ejercer una preocupación paternal de reciente aparición. Me llegaban pensamientos sueltos como «¿Tendrá frío?». La reacción: sentimientos repugnantes de indefensión y abandono del deber. Mientras tanto, los periódicos estaban llenos de fotos e historias de bebés.
Coincidía con esto un sentimiento de no haber protegido a mi novia. He leído lo suficiente sobre el tema como para saber que es un procedimiento violento. Que esta mujer, a quien yo amaba tanto, tuviera que sufrir semejante experiencia fría, implacable y brutal, y después tuviera que ocultarla de los que la amaban me enferma y me entristece. Sin embargo, una extraña e inquietante dicotomía, que prevalecía en el momento de mi descubrimiento, existe también aquí. ¿Cómo podía yo consolarla, si ella misma había tomado la decisión, sin mi aprobación, incluso sin mi conocimiento previo, de someter su cuerpo a una de esas abominables máquinas? Si la hubiera golpeado un auto o se hubiera caído por una escalera, yo hubiera sido el primero en ayudar a consolarla y a sanar. Como sucedió la cosa, hice lo que pude, pero no sin una sensación de estar dividido. Yo sabía que ella se sentía igual, y eso sólo me hacia compadecerla más y aumentar mi sensación de estar dividido.
¿Por qué, a no ser que eso se perciba de alguna manera como una muerte premeditada, somos tan renuentes a dejar que los demás se enteren? Yo necesité desesperadamente a otros durante los primeros meses, pero no podía buscar a nadie por la desgracia y vergüenza mía y de la madre. Al único individuo en quien confié de inmediato, un clérigo, me aconsejó que no le hablara a nadie de eso. En ese entonces seguí su consejo y todavía estoy de acuerdo en que fue correcto. Mi novia guardó el secreto durante varias semanas hasta que se quebrantó y me lo dijo. Ella tampoco se lo cuenta a nadie.
En las viejas películas del Oeste, un hombre cuyo hijo es asesinado podía dejarlo todo y soportar años de búsqueda y dificultades para tomar venganza. ¿Qué hace uno cuando son dos los responsables y uno es la madre? A ella la he perdonado y todavía la amo, aunque estemos separados, y la espero. En cuanto a mí, sé que siempre llevaré una carga extra de pena, que hasta cierto punto me merezco, por haber sido descuidado con el poder de la vida. Pero nunca pregunté el nombre del obstetra, porque tenía temor de lo que pudiera hacer. Por lo menos, lo hubiera enfrentado a la salida de su oficina y le hubiera dicho: «Usted no me conoce, pero usted mató a mi hijo». Vergüenza debía darle.
Parte Dos
Lo anterior fue escrito como a dos años del evento. Esto se escribe exactamente cuatro años más tarde.
Después que abortara y me lo dijera, ella dejó el pueblo durante seis meses para trabajar en una ciudad lejana. Después volvió y yo dejé el pueblo, mayormente por razones de trabajo, pero no creo que ninguno de los dos pueda resistir vivir en la misma ciudad; ella, por sus motivos; yo, por los míos. Varias veces traté de comunicarle por cartas el sufrimiento y la pena que yo tenía, pero sus respuestas fueron principalmente descuidadas y justificadoras. Incluso escribió en un momento que se sentía «más fuerte, más confiada» por haberse hecho el aborto. Supongo que Hitler se sintiera de esa manera tras conquistar a Polonia, pero ¿eso hace que estuviera bien?
En una o dos de sus respuestas, la parte más nociva fue que la retórica que usó era propaganda de chica Cosmo tenebrosa y desalmada. Y yo la tenía por una mujer inteligente. Ahora pienso que usó ese lenguaje para distanciarse de la realidad. Eran mentiras que ella me contaba, pero también se las contaba a sí misma. Luego de varios intentos me di cuenta que teníamos puntos de vista completamente diferentes sobre el asunto y los tendríamos por algún tiempo. Ella ahora está viviendo con un hombre en una ciudad distante y ya no nos comunicamos, pero me aferro a la esperanza de algún día, de alguna manera, nos reconciliaremos.
Con respecto a mí, no pasa un día en que no piense en eso. Se lo he contado a cuatro personas, dos de las cuales viven muy lejos y en las otras dos se puede confiar para que guarden el secreto. Una de ellas, una amiga cercana, sospechó que algo andaba mal y me sacó poco a poco la verdad. La primera pista notoria fue cuando la acompañé a una sala de maternidad a visitar a su hermana y su nueva sobrina. Cuando una enfermera sostuvo a la bebita en el cunero, me puse blanco como el papel.
Puedo mira la situación con más ecuanimidad, pero todavía tengo reacciones emocionales violentas. Por ejemplo, un programa noticioso de televisión mostró recientemente a una mujer atada a una mesa de operaciones en espera del «procedimiento». Una mujer mayor de aspecto espantoso se acercó y le ofreció una fingida sonrisa de «Pronto todo va salir bien, queridita», igual que como la bruja debe haberle sonreído a Hansel y Gretel. En los pocos segundos que me tomó saltar del sillón y apagar la TV pensé: «Me gustaría borrarle esa sonrisa de la cara con un bate de béisbol». Uno puede sonreír y sonreír, y de todas formas ser un villano.
Mientras tanto, contribuyo a la causa a favor de la vida. Me pregunto si debo unirme a la Operación Rescate, pero temo que pueda perder la calma y desacreditar al movimiento.
Además, mi confianza en las mujeres y en las personas en general se ha visto cuestionada. No he podido sostener ningún tipo de relación con una mujer desde entonces, y dudo que alguna vez pueda confiar en una mujer lo suficiente como para casarme con ella. También dudo de que mi reacción al matrimonio y a los niños sea la adecuada. ¿Qué no tengo un primer hijo ya?
Hay mucho más que pudiera decir: las extrañas reacciones ante las noticias de amigos que se casan y tienen hijos. La sensación de mirar a un sobrinito recién nacido y pensar: «¿Así hubiera lucido mi hijo?» El aborto de mi novia viró patas arriba a mi mundo y no ha habido justicia que lo pueda volver a enderezar.