Hola, mi nombre es Bárbara, y soy de Idaho. Era el año 1985. Yo tenía diecisiete años y acababa de graduarme de la preparatoria. Tenía esperanzas y sueños de seguir para la universidad con una beca, estudiar Medicina – ingresar en la escuela pre-médica y la de medicina. Y yo tenía esta increíble esperanza para el futuro.
Entonces, un día descubrí que estaba embarazada. Y después de pensarlo y de considerar lo que yo creía que eran todas las opciones, decidí tener mi bebé. No creí que eso fuera un problema para mi novio, pero para mi sorpresa, el día que se lo dije todo aquello se vino abajo. Él no podía creer que tan siquiera hubiera considerado tener el niño. Después, ya saben, de tener la discusión con él, y también con mi padre, que amaba mucho a su hija y que sabía que ella tenía todas aquellas esperanzas y sueños, él me convenció a mí y a mi novio de que el aborto era mi mejor opción.
Así que mi mamá me llevó en el carro un día hasta la clínica de abortos, y puedo decirles que varios meses después de aquello no puedo recordar ni un solo día, pero aquel día está tan vívido en mi mente que no puedo olvidarlo. Me acosté en la mesa. Y puedo decirles que la enfermera tenía el pelo rubio y una bata blanca de laboratorio. El médico, pelo gris, barba gris y una bata blanca de laboratorio. Me acosté allí y estaba temblando y comencé a llorar. Miré a la enfermera y le dije: «No quiero hacer esto. He cambiado de idea». El doctor se molestó conmigo. Me dijo: «Oh, eso es normal; lo superarás». Y después dijo: «Es demasiado tarde». Y ahora sabemos que eso es una mentira. No era demasiado tarde.
Después de eso caí en una desesperación increíble. Me hundí en el abismo. Me volví a las drogas, al alcohol, para tratar de ocultar el dolor que estaba sintiendo y para escapar de esta tristeza increíble, porque el día que maté a mi hija también me maté a mí misma. Ese día murió una parte de mí. Mi inocencia y mi esperanza se habían ido. Me tomó dieciocho años llegar a un punto para darme cuenta de lo que el aborto me había hecho. Me costó dos matrimonios, pues me casé dos veces, no porque estuviera enamorada ni creyera que me iba a durar por el resto de mi vida, sino porque estaba tratando de llenar ese increíble vacío que tenía por dentro. Buscaba la forma, igual que lo hacen muchas mujeres, de que mi vida tuviera sentido de alguna manera; de mejorarla, pues no sabía por qué me sentía de aquella manera. No sabía por qué mi vida era tan distinta de lo que yo había jamás imaginado que iba a ser. Simplemente sabía, bien dentro de mí, que algo andaba terriblemente mal.
He sido bendecida con cuatro maravillosos y hermosos niños; absolutamente maravillosos. Mi hijo está aquí esta noche para dar testimonio de ello, y ahora él está a favor de la vida. Pero puedo decirles que después de tener dos varones creí que había terminado. Cuando me acercaba a los treinta años comencé a desear tener también una hija, pero recuerdo que yo creía, en lo profundo de mi ser, que nunca iba a tener una hija, porque yo había matado a la que me había sido dada originalmente. Recuerdo cuando quedé embarazada de mi tercer bebé después de tener un aborto espontáneo. Recuerdo que oré con todo mi corazón y alma que Dios me concediera la gracia de una hija. Pero dentro de mí no creí que Él lo hiciera, pues yo esperaba ese increíble castigo. Yo esperaba ser castigada, que Él me dijera: «No, tú nunca tendrás una hija, porque mataste la que te di». Por la gracia de Dios, Él no sólo me dio una; me dio dos. Y ahora tengo dos bellas niñas.
En mayo de 2003, el día 10, para ser más precisos – el fin de semana del Día de las Madres – asistí al primer retiro del Viñedo de Raquel que se celebró en nuestro Estado. Fui como ayudante, pues cuando vi el anuncio de que buscaban voluntarios creí de alguna manera que podía ayudar, porque me había hecho un aborto. Esto venía de una mujer que nunca había admitido, ni en público ni a persona alguna en privado, que se había hecho un aborto. Así que Dios me trajo aquí, bajo el pretexto de ser una ayudante. Y puedo decirles que este fin de semana ha cambiado mi vida. Por la gracia de Dios llegué a conocer a Cristo una vez más en mi vida. La separación de Dios que yo había tenido durante dieciocho años fue arreglada y se tendió un puente. Y aprendí que Cristo realmente nos perdona, a todos y cada uno de nosotros. Él sencillamente nos está llamando para que regresemos; Él quiere que sus hijas vuelvan; quiere que sus hijos vuelvan. Y nos está dejando saber que ahora es el momento: tenemos que decir «no más silencio».