El secreto que oculté durante 20 años
Frente a 2,200 alumnos de la Universidad Baylor confesé un pecado: «hace veinte años vine a este plantel para recibir una educación cristiana, pero lo que hice fue embarazar a una muchacha en mi primer año aquí.»
Que me invitaran a hablar en mi Alma Mater era un gran honor. Cuando pensé cómo me iba a enfrentar a aquellos estudiantes, me dije que sería más divertido hablar de mis logros, pero yo tenía que admitir quién era en realidad y qué era lo que había hecho.
Veinte años atrás ayudé a pagar el aborto de mi novia. Mi reacción inmediata a su anuncio fue que aquello era una inconveniencia que debía ser eliminada. Nunca me detuve a pensar en lo que yo estaba haciendo. Nunca analicé que dentro de ella había una vida verdadera que yo había contribuido a crear. Sencillamente pensé que el médico estaba eliminando un tejido indeseable.
Mi esposa y yo luchamos contra la infertilidad. Una vez pude crear la vida, pero la terminé. Ahora no puedo hacer ninguna de las dos cosas. Años más tarde me enfrenté a la verdad: yo había destruido egoístamente una vida humana porque no quería ser molestado. Mi crudo despertar fue el «síndrome masculino post-aborto», una inundación de culpabilidad, confusión y negación que a menudo sigue al aborto.
El síndrome post-aborto se asocia por lo general con las madres de los niños abortados, pero yo soy uno entre los miles de padres de niños abortados que también han atravesado esta prueba. En mi caso, eso dio como resultado 80 úlceras que devoraban mi estómago, intestinos y colon. El dolor fue extenuante, y lo empeoraba la certidumbre de que era el resultado de mi pecado secreto. Aceptar el perdón de Dios por medio de Jesucristo fue el milagro que yo necesitaba. Con el tiempo las cicatrices físicas internas desaparecieron; las pruebas subsiguientes revelaron que no había rastros del trauma. La culpa de mi pecado secreto había destruido mi salud, sin embargo, Dios la restauró.
Poco después que hablé en la Universidad Baylor, la mujer a la que había dejado embarazada más de dos décadas antes me llamó. Había escuchado sobre mi charla. Fue maravilloso saber que ella también había experimentado la sanación de Dios por ese horrible acto.
Ella tenía solamente una sugerencia: «La próxima vez que hagas la historia sé más honesto sobre lo que ocurrió realmente. Tú no sólo ayudaste a pagar mi aborto; tú me presionaste para que me lo hiciera.»
Era cierto. Ella nunca quiso hacérselo. Ella quería tener el bebé. Fue mi insistencia lo que finalmente la llevó a hacer lo que ella no quería hacer.
Me vi cara a cara con lo que yo realmente era: un cobarde que había hecho presa en otro para facilitar mi propia vida.
Los estudios muestran que el factor más importante en la decisión de una mujer de hacerse un aborto es la falta de apoyo del hombre para tener el niño. Por doloroso que fuera escucharlo, me alegré de que esta amiga de hace muchos años tuviera el coraje de enfrentarse conmigo.